lunes, 23 de mayo de 2016

Una tarde en Diputados



Mi DNI es una tristeza. Es el de los dieciséis años, libreta verde. Me lo dieron a fines del 2000, cuando faltaban cuatro meses para que cumpliera 18. En la foto salgo afeitado, con un colgante de Charly García que por esos días usaba siempre. Se me ve con mucho pelo y una cara de no-tengo-idea-de-qué-se-trata-el-mundo que hoy me da ternura y bronca por no haber tenido la inteligencia suficiente para captar a tiempo ciertas verdades de la vida. De a poco, la foto se fue poniendo borrosa. A diferencia de las imágenes que están cargadas de recuerdos, no mejoró. No se mojó, no se manchó ni se rompió. Se puso fuera de foco sin razón. No sé cuándo sucedió exactamente. Empeoró y no me importa mucho, porque hace tiempo que está así y no me tomo el trabajo de ir a renovarlo. Sólo me preocupo en los momentos previos a hacer un trámite. En cada lugar donde lo presenté así, arruinado (en un banco, un estudio jurídico, un aeropuerto, el correo), me rechazaron absolutamente o se pusieron buena onda y me la dejaron pasar después de retarme, pero todos notaron el detalle.

Hoy, acá, no hay forma. No voy a pasar. Es miércoles, son las dos y media de la tarde y estoy llegando al Congreso de la Nación. No al edificio histórico, que está al frente, apenas cruzando Rivadavia, sino al anexo de la Cámara de Diputados. Las reglas son las mismas en los dos sectores: para pasar hay que dar nombre y apellido, anunciar para qué estamos allí y presentar Documento Nacional de Identidad. Cuando me entero, pienso que debería haber ido a renovarlo, después de todo. ¿Qué le voy a decir a mi editor si me rechazan? ¿“No sabés lo que me pasó”? No, tengo que entrar para entrevistar a los diputados nacionales salteños y si no lo logro no van a confiar en mí otra vez para este tipo de notas. Estoy en la antesala del horno. Me la veo venir.

El anexo está en plena reforma desde marzo. Desde afuera, su fachada vidriada pasa desapercibida al estar cubierta por los trabajos que se están realizando. Se ingresa por diferentes puertas estrechas que están flanqueadas por hombres vestidos de negro y actitud segura y amable. Después de caminar unos pocos pasos por un pasillo interno, un viejo empleado que parece estar desde la época de Isabel Perón abre una puerta de vidrio, saluda con un movimiento de cabeza y exige “documento en mano, por favor”. Adentro hay mucha gente en poco espacio. El hall de entrada es mínimo. Apenas hay lugar para unas sillas y dos escritorios en los que se refugia la recepcionista con una computadora, un teléfono y una impresora. Además, hay dos ascensores y otra puerta.

Cuando llega mi turno en la fila me recibe una mujer de veintipico que está sentada, viste un pantalón negro, suéter al tono y camisa blanca. Su pelo largo, rojizo y lacio, sus curvas pronunciadas en la cadera y la cintura y su cara angulosa la convierten en el ser más deseado del salón. Todas las miradas están puestas en ella. El tatuaje que sobresale en su brazo izquierdo, debajo de la camisa, la vuelve más atractiva, dispara fantasías. Podría andar bien en una porno soft de canal de cable.

Después de hablar por teléfono con el secretario de un diputado de Río Negro a pedido del hombre que está adelante mío, la colorada me mira y me pide el DNI. Se lo doy y abro el paraguas. No me tiró ninguna pero ya estoy atajando todo. “Tomá, pero es una lágrima”, le digo, pensando que una de las características excluyentes de su currículum es la de ser una laburante perfecta, inapelable. No cualquiera entra a trabajar en el Congreso, pienso. Me va a decir que no, que el documento está mal, que así no se puede ni circular por la calle y va a llamar a un guardia de seguridad tan eficiente como ella que me acompañará amablemente a declarar con un policía de turno, retendrán la libreta de la discordia y me preguntarán qué estoy haciendo ahí, que cómo puedo ser periodista de Salta si mi domicilio asegura que vivo en Entre Ríos. Ella jamás dejaría que un indocumentado como yo se ponga cara a cara con los representantes del pueblo. La nota fue.

Pero no, la chica no responde a mi apertura de paraguas. Mira la pantalla de la computadora con una apatía creciente, anota, marca el número de interno del despacho al que le dije que necesito ir y con voz de novia desencantada dice “está Anzardi, Federico”. Corta, guarda mi documento en un fichero, imprime un papel, me lo da y me indica que tengo que tomar el ascensor y subir hasta el piso 9. No lo puedo creer. Primer escollo esquivado gracias a la argentinidad al palo. Me voy antes de que a la muchacha le agarre un ataque de responsabilidad. Veo un ascensor aún abierto con siete personas adentro. Les pregunto si hay lugar. Me dicen que no, que de hecho sobra uno. Nadie se mueve. El ascensor no se cierra. Tras unos pocos segundos de silencio y tensión, una mujer de unos cuarenta años escupe un “qué caballeros, eh. Además yo no entré última”, y sale. Inmediatamente, un tipo de saco marrón a cuadros y pantalón gris se siente aludido y le dice que suba, que va a bajar él. La mujer, ofendida, se niega, contesta con los restos de su enojo y se pone a esperar el ascensor que está al lado. El culposo también se baja, así que hay una vacante. Es mi oportunidad.

Los ascensores del Congreso Nacional son amplios y espejados y tienen un cartel que asegura que la capacidad máxima es de 1200 kilos. Mucho más que el peso promedio de seis personas juntas. Suelen ir ocupados por hombres y mujeres que no se hablan entre sí, visten de manera formal y usan auriculares mientras miran hacia adelante con la vista perdida. Cada uno en su mundo. Transmiten la sensación de estar ahí porque los sueldos son buenos. Pareciera que las posibilidades de ascenso partidario los seducen más que una vocación por el debate de proyectos y declaraciones. Tras un recorrido por diferentes pisos, entre ellos, nuevamente, la planta baja; llego a mi primera parada: el piso 9. Allí está el despacho en el que trabaja mi contacto interno. Él es quien autorizó mi entrada al anexo. Gracias a su complicidad puedo golpear las puertas de los diputados salteños sin cita previa. Tengo mi guía de despachos: en el 9 está José Vilariño, en el 11 Walter Wayar, Alfredo Olmedo, Fernando Yarade y Cristina Fiore; en el 13 Pablo Kosiner y Bernardo Biella.

Tomo el ascensor nuevamente y arranco por el piso 11, el más poblado. Llego al despacho 1152, de Walter Wayar, ex vicegobernador de la provincia durante el mandato de Juan Carlos Romero. Su desempeño es conocido por ser el único salteño que en 2012 no presentó ningún proyecto. Representa al Frente Peronista Federal y su mandato finaliza en diciembre. Golpeo su puerta y espero: no pasa nada. Vuelvo a golpear dos veces más. Espero un total de cinco minutos y no encuentro respuesta. Desisto. Me doy vuelta y golpeo el 1151, el que está al frente. Allí trabaja María Cristina del Valle Fiore Viñuales, del Partido Renovador. Hasta 2015 será una de las representantes salteñas. Pocas semanas antes de ganar su banca, en septiembre de 2011, Fiore protagonizó un hecho que se tiñó de dudas: la camioneta del gobierno provincial en la que se trasladaba junto al vicegobernador Andrés Zottos atropelló a una moto en la que viajaban dos personas. Inmediatamente, un hombre se responsabilizó por el accidente. Los testigos aseguraron que Zottos era el que en realidad conducía. La polémica creció cuando se supo que el vehículo oficial estaba siendo utilizado para hacer campaña.

Golpeo una vez a la puerta de Fiore: nada. Golpeo de nuevo, más fuerte, y me atiende Julián, uno de sus asesores, el único que se encuentra allí en ese momento. Me dice que la diputada “está en Buenos Aires” pero no sabe dónde. Se disculpa cuando le pregunto por la actividad que vienen realizando este año. Niega una entrevista y me dice que sin autorización no va a hablar, que no se quiere meter en problemas por mí. Me da una dirección de correo para que consulte más adelante lo que necesite. Lo saludo, me saluda, me voy.

Camino hasta el 1145, el despacho de Fernando Yarade, quien fue noticia hace un año y medio, cuando cinco patrulleros con oficiales armados, peritos de Criminalística y un veterinario de la Policía salteña acudieron a su vivienda en la exclusiva zona de Valle Escondido, en las afueras de la capital provincial, para investigar la muerte de su caniche toy. Golpeo, desde adentro me dicen que pase, abro la puerta y una mujer me saluda con cara de sorpresa, mientras habla por teléfono. Pregunto por el diputado, me dice que no está. Me presento y le pido una entrevista a ella. Me pide que espere. Cierro la puerta y vuelvo al pasillo. Dos minutos después me abre la puerta otra mujer. Se llama Alejandra y me informa que Fernando Yarade “se fue hace un rato”. Agrega que su avión está saliendo precisamente a esta hora, de vuelta a Salta. Le pregunto si podemos hacer una entrevista para que me cuente sobre el trabajo que vienen haciendo durante este año. Me dice que no, pero me cuenta que “el diputado dio directivas precisas de que se trabaje normalmente” a pesar de que el 2013 es un año electoral. Le agradezco, por cortesía pido un número de teléfono para consultas futuras, saludo y me voy.

Los años electorales suelen ser, históricamente, bajos en productividad legislativa. Los proyectos no avanzan con el mismo ritmo y los bloques de diputados y senadores están más pendientes de inclinar la cancha a favor de sus intereses partidarios, candidatearse y sonreír para las fotos que en debatir. Durante el período 2012 se sancionaron 60 leyes, entre Diputados y Senadores. Durante el 2011, en cambio, sólo se aprobaron 42.

La cuarta puerta golpeada es la 1130, del diputado Alfredo Olmedo. El rey de la soja, las camperas amarillas y las propuestas más delirantes (tercer baño para travestis, castración para violadores) fue electo en 2009. Su mandato vence en diciembre. Llamo con un par de puñetazos firmes y secos. Repito la operación dos veces más. Nadie me abre. Me siento un testigo de Jehová un sábado a la mañana intentando repartir La Atalaya. Pruebo una última vez sin éxito. Me alejo casi convencido de que ningún político de mi interés está presente.

Vuelvo al piso 9 y camino hasta el despacho 910, el de José Vilariño. Antes de golpear empiezo a escuchar voces que hablan adentro de la oficina. Lo tomo como un buen presagio. Llamo a la puerta, me abren inmediatamente, me presento y me dicen que sí, que el diputado está, que espere. Uno de los cuatro asesores que trabajan en los dos escritorios mínimos que se pueden ver desde el pasillo baja por las escaleras internas y vuelve a los cinco minutos, diciéndome que pase, que Vilariño me va a recibir.  Entro, pido permiso y bajo a su encuentro. La mayoría de los despachos del anexo son similares: poseen una oficina pequeña para los empleados que el político de turno elija y una escalera que desciende hasta una oficina más grande y mejor decorada, el búnker inexpugnable de cada representante nacional. El de José Vilariño está repleto de salteñidad: cuadros de Martín Miguel de Güemes, otro por los cuatro siglos de Salta, imágenes religiosas. Además, el lugar tiene una ventana donde se puede apreciar una importante porción de Buenos Aires. Con su mezcla de edificios modernos y antiguos, la capital del país luce como una mezcla entre la Detroit futurista decadente de la saga Robocop y el paisaje europeo de principios del siglo XX que la caracteriza. Aquí adentro, en cambio, sólo falta que suene una zamba y sirvan empanadas.

José Antonio Vilariño representa al Frente Para la Victoria y termina su mandato en diciembre de 2015. Es el mismo diputado que se vio envuelto en una polémica por las fotos de su viaje a Cuba, a fines de 2011. En esa oportunidad se lo podía observar descansando en un hotel carísimo y jugando al ping pong con el intendente de Tartagal, Sergio Leavy. Ambos mostraban sus panzas infladas y una actitud relajada que fue criticada por considerarse un exceso de ostentación. Además, Vilariño también fue noticia nacional cuando se lo vinculó al contrato firmado entre la fundación de Madres de Plaza de Mayo, que estaba a cargo de Sergio Schoklender, y la intendencia de Tartagal por la construcción de 350 viviendas que nunca se realizaron.

Hoy, Vilariño ya no trasciende. Lo encuentro relajado en su despacho, sentado, vestido con una camisa que cubre su voluminoso abdomen. Acá adentro no necesita abrigo, la calefacción es exitosa. Me siento frente a él y le pregunto cuál ha sido hasta ahora la actividad que vienen realizando en el 2013. Me cuenta que viene “con bastantes tareas” y que está tratando de sacar algunas leyes. Dice que como en todo año electoral la actividad legislativa se va a ver resentida en el segundo semestre. “Hay que meter todo ahora y avanzar”, asegura. Dice que está trabajando para que salga el segundo dictamen del proyecto de las reservas de las tierras de Pizarro, que está evaluando conseguir ayuda para los productores agrícolas que tuvieron pérdidas por la sequía que castigó el suelo salteño y que los grandes logros que se han obtenido para la provincia (leyes del tabaco, infraestructura de rutas, fondos de reparación histórica) fueron abordados con un enfoque regional. “Esa densidad se hace valer. El individualismo en una cámara no sirve”, comenta. “Si no te quedás en la denuncia pública, para cumplir”, indica. Le pregunto si hay mucho de eso, de proyecto vendehumo en sus colegas salteños. Me dice que hay cosas interesantes como también hay cosas para la tribuna. “De Salta tenemos cuatro diputados que están en monobloque –dice-, entonces es muy difícil construir. Hay que ser un maestro para tener consenso. Entonces, por eso por lo general son proyectos para los medios, para quedar bien, pero no tienen viabilidad”.

Le pregunto por el número de asesores que colaboran con él. Vilariño duda y empieza a contarlos mentalmente hasta que se acuerda y lo confirma (“Tengo cuatro”). Agrega que además se nutre de grupos técnicos que operan en el Congreso. Él les ofrece un contrato y obtiene representación en todas las comisiones en las que participa. Entonces con un solo contrato puede tener diez asesores, dice. Y eso ayuda mucho en las tareas. Lo consulto por los pasajes aéreos que obtiene gratuitamente por ser un legislador de una provincia. Responde que el viaja todas las semanas y que una de sus asesoras es salteña, por lo que “rara vez” se puede canjear algo. “Incluso es un tema de desventaja que vemos con legisladores de acá cerca. Canjean todos los pasajes y se vienen en auto”, informa.

El sueldo de los diputados y senadores es un tema recurrente. Con la última recomposición cada uno cobra 36.382 pesos más otros 10 mil por gastos de representación. Además, obtienen veinte tramos aéreos y veinte terrestres que pueden canjear por 552 pesos cada uno. Muchos de esos pasajes no son utilizados y a veces se destinan a personas que necesitan viajar de urgencia. Vilariño cuenta que siempre lo va a ver “gente que tiene problemas”. “Recién había dos trabajadores de YPF y me comprometí con un pasaje”, asegura. “Después está lleno de mangueros profesionales, que hay en todos lados. Pero la gente que tiene problemas es atendida. Mucha gente a veces viene, que le robaron, que se quedó; y vos te das cuenta de que es gente bien, sin conocerla”, cuenta. Le pregunto a qué se refiere con “gente bien”. “Que no son mangueros”, responde. “Te das cuenta de que han tenido un percance”, completa.

Me despido de Vilariño y salgo saludando a los asesores, que siguen laburando de pie. Al volver al laberinto de pasillos me encuentro con un empleado del anexo, pelado y de traje, que golpea puerta por puerta preguntando y anotando cuántas personas están trabajando en este momento en cada despacho. Me acerco y decido confiar en él: le explico lo que estoy haciendo y le pregunto si me puede comentar off the record si hay muchas inasistencias frecuentes en el lugar. Me mira, me pregunta quién me autorizó a entrar y me pide el papel que me entregaron en la recepción. Entro en pánico, empiezo a perseguirme de nuevo y a pensar que me va a decir que no puedo hacer lo que estoy haciendo, que me vaya. Y además que va a retar al pobre pibe que me hizo pasar. “A ver, vení”, me ordena sin mirarme a los ojos y empieza a caminar hacia una oficina de seguridad que está a los pocos metros. Lo sigo y comienzo mi perorata de excusas para que no me raje. “La verdad que no conozco a la chica que me hizo pasar, la encontré abajo, le pregunté y me dijo que ella me hacía la onda”, miento. Es lo primero que se me ocurre para no dejar pegado a mi contacto, que es hombre. Agrego un cómplice “Quiero ver si los agarro trabajando a los diputados, viste”, e intento disimular mis nervios. El tipo se para, me mira y me dice: “Pero no podés recorrer los pisos con este papel. Sólo estás autorizado a estar en el piso 9. Tenés que volver a bajar para que te autoricen en cada uno de los pisos”. Le digo que no sabía y que sin dudas lo haré para no tener problemas, señor. Obtengo de vuelta el papel, agradezco y camino hasta el ascensor, lo llamo. El tipo se va y retoma su golpeteo de puertas. Al primer instante, me escabullo por las escaleras, que están al lado de los ascensores. Subo hasta el piso 13, ahí trabajan Biella y Kosiner.  

Después de subir cuatro pisos por las escaleras aparezco en el 13 y lo primero que veo es la mesa del encargado. “Buenas tardes”, digo, con cara de póker, mientras sigo avanzando. El empleado, amable y despreocupado, devuelve el saludo y continúa su lectura. Para disimular un poco intento mostrarme como si el Congreso fuera mi segundo hogar. Miro el mapa del piso, que detalla la ubicación de los despachos y lo analizo con la seguridad de Neo en Matrix. El guardia ni se mosquea. Además, aprovecho para leer los escasos carteles que se encuentran pegados en las blancas paredes del lugar: uno pide el cese del acoso sexual laboral y otro informa sobre prevención en el mismo ámbito.

Llego al despacho 1353, golpeo su puerta. Me abren y encuentro a cuatro personas trabajando en un minúsculo espacio. Son los asesores de Bernardo Biella, hombre de formación radical y ex candidato a vicegobernador de la provincia por la fórmula liderada por Alfredo Olmedo. Me informan que el diputado está en el quinto piso, en una reunión. Me piden mi número de teléfono y me aseguran que se pondrán en contacto conmigo en cuanto esté disponible. Son los asesores más amables con los que me topé hoy. A diferencia de los demás, su simpatía y predisposición no parecen impostadas. Les doy mi número, saludo y voy en busca de Pablo Kosiner.

Kosiner es el ex Ministro de Gobierno, Seguridad y Derechos Humanos de Salta durante el primer mandato de Juan Manuel Urtubey. Durante su gestión fue señalado como el responsable de represiones a estudiantes secundarios y de haber manejado una policía corrupta, narcotraficante y torturadora. Es uno de los diputados electos en 2011. Trabaja en el despacho 1336 y no está, “se acaba de ir”, según lo que me dice Valeria, la única asesora que se encuentra trabajando allí. Valeria es porteña, rubia y, como todas las mujeres del anexo. está vestida de manera sobria, pero sin descuidarse. Me hace pasar a la oficina, que de todas las que visité es la única que a esta hora deja entrar la luz del sol otoñal que empieza a caer a las cinco de la tarde. Está escuchando el programa de Matías Martin en Radio Metro y a su alrededor hay un mate lavado, papeles, cuadernos y un tacho de basura que contiene yerba y una bandeja de rotisería. Se niega a darme una entrevista y me anota el número de María Florencia Ribero, la jefa de prensa de Kosiner. Es un número de Salta. Me asegura que no me puede dar información, ya que ésa no es su tarea y no quiere pasar por encima de su compañera. Le agradezco, la saludo y salgo.

A los pocos minutos, mientras recorro el piso mirando los nombres de cada puerta, suena mi celular. Es Bernardo Biella, informándome que ya está en su despacho, disponible para una entrevista. Le digo que en dos minutos estoy ahí. Llego y los asesores buena onda me permiten pasar. Bajo por las escaleras internas y me encuentro con Biella sentado en su escritorio. Se pone de pie para saludarme y ofrece café. Su despacho está decorado con un cuadro del Tren a las Nubes y otro de los Valles Calchaquíes. En un aparador hay imágenes religiosas y sobre su escritorio se encuentra la revista “Médicos y Medicinas”. A un costado hay un ventanal que está siendo limpiado por afuera por un empleado. Del otro lado hay un sillón negro y dos puertas cerradas. Antes de comenzar la nota, Biella tiene que subir para pintar sus dedos “para el ascensor”. Se va y vuelve a los dos minutos. Su rostro, sus expresiones y su voz recuerdan a Mariano Grondona.

Biella opina igual que Vilariño respecto a la dificultad de trabajar en un año electoral. Dice que cuesta que haya sesiones ordinarias para tratar los proyectos. Cuenta que junto a sus asesores trata de hacer enfoque en economías regionales (el Ferrocarril Belgrano, la Ruta 9). Asegura que presentó un proyecto para que en localidades pequeñas se puedan instalar puestos de expendio de combustible, oficinas de ANSES y de correos. Explica que algo así es importante para departamentos como Anta o Los Andes, dice que son proyectos que buscan generar servicios y fuentes de trabajo. Agrega que presentó dos docenas de proyectos y que cuesta bastante que se traten en comisión de asesores y después en comisión de diputados. “Salen muchos proyectos de declaración (20 de febrero feriado nacional por única vez, algún monumento histórico). Pero uno importante, como el de los ferrocarriles, en el que hablamos de desarrollo, es más difícil que sea tratado”, completa.

Biella tiene tres asesores, viaja los martes y se va los jueves. Está en cinco comisiones (Salud, Educación, Tercera edad, Discapacidad y Comunicaciones) y no comparte ninguna con sus pares de la provincia. Opina que la mayoría de los salteños cree que el trabajo es estar en la sesión, pero que el verdadero trabajo, donde se pulen los proyectos, es en las comisiones. Allí se les explica a los colegas porqué se presentan los proyectos. Finaliza diciendo que no representa a ningún partido, sino a familias, personas y comunidades de Salta. Quizás eso explique su coqueteo con diferentes facciones partidarias como Salta Somos Todos, la UCR o el Frente Amplio Progresista. Le agradezco por la entrevista y por su tiempo, lo saludo y salgo. Me despido de los asesores buena onda y vuelvo al pasillo.

Tomo el ascensor hasta la planta baja. Son las seis de la tarde, hace frío, está oscureciendo y no quedan muchas personas dando vueltas por el lugar. En la recepción ya no está la bomba colorada, ahora me encuentro con una morocha pálida un poco gordita que está vestida de la misma manera que su antecesora pero no causa el mismo efecto. Le doy el papel y le pido el documento. Lo busca, lo encuentra y lo mira. Me pregunta si tiene algo raro. “Puede ser”, contesto, empezando la retirada. Salgo dudando si me conviene tomar el 8 o el subte A y me doy cuenta de que es lo mismo: a esta hora todos intentan escapar, todo está hasta las manos de gente.

Escrito en algún momento entre abril y mayo de 2013.

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