domingo, 19 de junio de 2016

Esperando el milagro

(Foto: El Tribuno)

Un ciego está sentado de espaldas a la calle sobre el pequeño muro del Hospital San Bernardo. Tiene puesto un par de lentes oscuros y el lazarillo descansa a un costado. Si pudiera ver, sus ojos apuntarían directamente hacia el jardín del lugar, justo donde hay una familia tirada en el pasto, a veinte metros de la entrada de la Guardia. Son seis personas, entre hombres, mujeres y niños. Sentados sobre mantas y frazadas, parecen los miembros de un camping desubicado. Tienen galletitas y botellas y también un espiral encendido que cuelga enganchado desde un cajón de madera que funciona como mesa ratona. Están ahí porque tienen un familiar internado. Pasan todo el día a la espera. Necesitan que alguien les diga algo. Quieren escuchar novedades que sean buenas noticias. Llegan a la mañana, temprano, y se van a la noche, “para descansar un poco”. No quieren hablar más, a menos que la señora, mamá del internado, lo autorice. La anciana está agotada. Tiene un hilo de voz y sus ojos son pura desazón. Dice que no quiere contar nada y vuelve a recostarse sobre el regazo de su hijo, que mira con desconfianza.

La Guardia huele a alcohol. En la puerta, un cartel informa que todo internado tiene que traer dos dadores de sangre para Hemoterapia. Los cuarenta asientos de la sala de espera están parcialmente ocupados. Algunas personas aprovechan y se acuestan en filas de cuatro sillas. No se puede fumar, hay dos teléfonos públicos que hoy parecen más apropiados para decorar un bar vintage. La televisión está apagada y los llantos de los bebés sobresalen por encima del murmullo de los adultos.

Un cartel advierte que el hospital cuenta con asesoría legal gratuita, por lo que no hay que dejarse estafar por los conocidos caranchos, como el que personificaba Ricardo Darín en la cruda película de Pablo Trapero: abogados inescrupulosos capaces de aprovechar momentos de debilidad.

La voz en off de un enfermero recita apellidos, convoca a los familiares y amigos para que se enteren de lo que pasa. Entre los que todavía esperan el llamado hay caras exhaustas y seriedad.

Afuera, en la puerta de la Guardia, la anciana que no quería hablar, llora. Se abraza con una mujer. Lloran las dos. Vuelven al sector de las mantas y se abrazan con el resto. Envían mensajes por celular o ponen caras serias, de mejor no decir nada, mejor que todo pase como tenga que pasar.

Una mujer está sentada sola al lado de la puerta de la Guardia, justo donde hay otro teléfono público que nadie utiliza. Se le acerca un grupo de tres jóvenes de veintipico. Ella les pregunta cómo está su mamá. Uno de los chicos contesta “hinchada” y cuenta que la están revisando. Agrega que a su novia le pasó algo parecido. Recuerda que en aquella oportunidad su pareja “tenía una bola así” pegada al hígado. Lo dice mientras hace la forma de una pelota con su mano izquierda bien abierta, con los dedos separados y la palma hundida. Cuenta que “cuando la operaron, estuvo delicada, entumecida, casi zombie”. “Ya sabés cómo va a estar tu mamá, entonces”, le responde la mujer, y descomprime preguntándole qué almorzó al mediodía: albondigones fritos, costeletas de cerdo, huevos fritos y fideos, dice el chico. Entonces muestra la panza y acota “¿No ves cómo quedé?”, entre las risas del resto.

Toda la gente que ronda o espera la Guardia es humilde. Acá nadie tiene un mango de más. Se nota esa condición en la ropa. La mayoría usa prendas descoloridas o arrugadas. Cero glamour.

Una mujer joven, de unos treinta años, de tez oscura y pelo recogido, está sentada al fondo de la sala de espera y llama por teléfono: “Necesito que vengas a la guardia, yo tengo que trabajar”, pide, con voz suave. Finalmente, llega a un acuerdo: “Bueno, te espero”.

Al mismo tiempo, afuera, una chica gordita de calzas negras apretadas y remera blanca se apoya en una valla lateral  para atender una llamada. Tiene los ojos rojos y moquea mientras habla. Dice que ya le hicieron el electrocardiograma. Dice que no le pusieron el suero. Dice que se lo ve pálido. Corta y alza a su hijo de dos años, que casi cruza la calle a las corridas, sin notar que los autos pasan rápido por la Avenida José Tobías, para horror de su tía, que lo persigue a los gritos.

Un hombre rubio con ropa de obrero pasa caminando con otro que va vestido igual. Lleva una mano recién vendada y mucha cara de culo. Ambos se pierden en la Guardia en completo silencio.

Dos chicas con remeras y credenciales del gobierno de la provincia vienen y van. Se muestran confundidas. Dan vueltas por la Guardia hasta que una llama por celular y pregunta “¿era en el San Bernardo?”. La otra se va y vuelve a los dos minutos con novedades: era en el Hospital de Niños.

Un solo hombre fuma. El resto de las personas toma Coca Cola, mate, jugo o agua. Hay sillas de playa, bolsos y pequeñas reuniones alrededor de la Guardia. Los dos obreros vuelven. El sano le dice al herido “te van a tener que coser, compadre”, y le cuenta que se va a tener que ir a buscar la camioneta.

A un metro y medio, un hombre le cuenta a una mujer lo que lo trajo hasta acá: “Se sintió mal mientras se bañaba y se cayó de cabeza. Tiene que esperar cuatro horas para hacerse estudios”. Y antes de terminar la charla, pide: “Avisales que tengo poca batería”. Cuando termina la charla, entra a la Guardia.

El obrero se pone a hablar en la puerta mientras sostiene su mano herida, la derecha, a la altura del pecho. Tiene sangre seca en el bolsillo trasero de su pantalón. Cuenta que se reventó los dedos hace cuarenta minutos. Usa esa palabra, como si sus dedos fueran porotos blancos cocidos que ceden ante la menor presión. Tiene dedos para untar. Fue con la maza, dice. Agrega, sin embargo, valiente y con el diario del lunes, que su idea era limpiarse y seguir trabajando. Que le avisó a un compañero para que no se asustara. Se lo dice a un hombre que llegó recién y se muestra preocupado y curioso. “Yo creo que pegando con La Gotita está”, opina.

Llega una ambulancia al sector de Emergencias, a la vuelta de la entrada de la Guardia. Todos los presentes inclinan su cabeza hacia ese lado para poder mirar el espectáculo del descenso de una urgencia. Cuando el paciente en camilla es ingresado por dos enfermeros de ambos verdes, vuelven a la rutina de esperar.

Un chico de unos veinte años charla entusiasmado con una mujer. Los dos están sentados en la sala de espera. Él tiene al menos diez vendas en las manos, piernas, orejas, cara y brazos. Tiene, además, un pozo vertical de tres centímetros de ancho en su pantorrilla izquierda. Es un escracho despreocupado. Más cerca de la puerta, un hombre mayor pasa arrastrando los pies. Va de la mano de una mujer de la misma edad. Lleva barbijo y tiene los ojos cansados, como la luz baja de un auto.

Al medio de la sala, una señora le cuenta a otra sobre el hombre que está siendo atendido. Dice que está allí desde hace dos días “pero no hay camas. Y no lo pasan, no lo pasan”.

Cada tanto, los familiares y amigos de los pacientes salen corriendo de sus asientos cuando escuchan su apellido pronunciado por la voz firme y sonora del enfermero que nunca revela su identidad. Para conocerlo hay que ir hacia él. Las caras se iluminan cuando notan que la voz les habla.

Febrero 2016

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