jueves, 9 de febrero de 2017

Mono de tribuna

(A la foto la saqué de acá)

Osvaldo Soriano amaba el ocio. Postergaba como si fuera un freelancer que tiene un mes para entregar el trabajo. En realidad, iba mucho más allá. No lo detenía ni el deadline. “Soy muy perezoso y, en lugar de trabajar, prefiero ir al cine o charlar con amigos”, decía en una entrevista de febrero del 87.

En el libro Artistas, locos y criminales contó su experiencia como periodista de La Opinión, puesto que mantuvo entre 1971 y 1974. Relató las circunstancias en las que se desempeñaba en el diario de Jacobo Timerman, mostró sus influencias, miedos y pasiones y se jactó de haber evadido las responsabilidades cada vez que tuvo la oportunidad.

“Fui contratado para La Opinión mientras trabajaba en Panorama, un semanario de la Editorial Abril. Quienes conocen mi reticencia al trabajo comprenderán mis vacilaciones. Sacar un diario a la calle —y más aún ese diario— exige un esfuerzo y una aplicación que no son mi fuerte”, contaba Soriano, que, como Peter Parker, sabía que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, solo que él no estaba seguro de querer ejercerlo. Sin embargo, aceptó porque era “absolutamente inhábil” para hacer cualquier otra cosa que no fuera sentarse a escribir y porque “ser llamado a integrar el ‘equipo de Timerman’ era motivo de orgullo profesional”.

En febrero del ‘72, Timerman le pidió que escribiera “la mejor nota de Buenos Aires sobre el caso Robledo Puch”. El Gordo escribió un artículo que le valió un aumento de sueldo y un nuevo puesto en el diario: “Ese día empezaron mis desventuras —relataba Soriano en el prólogo de aquel libro publicado en 1984—. Hasta entonces yo estaba a cargo de la sección Deportes, ganaba muy bien y había ideado, con Eduardo Rafael, un excelente método para trabajar poco y salteado. Pero, según Timerman, ése era un sector sin interés. ‘Usted está desperdiciado allí’, me dijo, y me confió una tarea mayor: ‘Vaya, siéntese y piense’, ordenó. Mi destino fue un escritorio estratégicamente situado frente a su despacho. Una secretaria esbelta y casi adolescente debía atender y discar mis llamadas telefónicas ‘para que nadie me molestara’ y cuidar que no me faltaran los diarios y revistas del día, incluidos los del extranjero (por entonces yo era incapaz de descifrar otro idioma que el castellano, pero el patrón no lo sabía aún). Timerman no me dijo en qué debía pensar ni para qué. Nunca se me había confiado misión más difícil y menos envidiable: todos los días, mis mejores amigos de la redacción se acercaban, solidarios, para saber si ya se me había ocurrido algo. Un mes más tarde, cuando advirtió que mi cabeza seguía vacía como una pelota de tenis, Timerman me llamó y me dijo, solemne, que uno de los dos debía psicoanalizarse. Luego me hizo saber que su decepción era profunda y me avisó que mis privilegios se terminaban ese mismo día. Desde entonces deambulé por la redacción: el director había olvidado asignarme un nuevo puesto y me dediqué a hacer lo que más me gustaba. Es decir, nada”.